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Aquel era el nombre con que se conocía más generalmente la zona. Sus habitantes la
llamaban Las Castañuelas o Joburg, El País de las Maravillas o la Ciudad de los Novatos
o le daban cualquier otro nombre menos afortunado que se les ocurriera. La zona había
sido establecida por un Gobierno bastante ilustrado como para darse cuenta de que
algunos hombres, aunque lejos de tener intenciones criminales, eran incapaces de vivir
dentro del marco establecido de la civilización (lo que equivalía a decir que no compartían
los objetivos ni los incentivos de la mayoría de los ciudadanos, lo que, a su vez,
significaba también que no veían la finalidad de trabajar desde las diez hasta las cuatro,
día tras día, por el privilegio de mantener a una mujer en matrimonio y a un determinado
número de hijos).
Este grupo de hombres, que comprendía a los genios y los neuróticos en iguales
proporciones (y frecuentemente bajo una misma anatomía) tenía permiso para
establecerse dentro del Ghetto Gay. Éste, al no estar supervisado en modo alguno por las
fuerzas de la ley, pronto se convirtió en un terreno de cultivo apropiado para criminales.
Se formó así una sociedad única dentro de la ruinosa milla cuadrada de aquella reserva
humana; sociedad que miraba hacia la monstruosa maquinaria que existía más allá de
sus muros con la misma mezcla de temor y desaprobación moral con que la monstruosa
maquinaria miraba hacia ella.
El coche de la prisión se detuvo al final de una empinada calle de ladrillo. Los dos
prisioneros que habían dejado en libertad, Rodney Walthamstone y su ex compañero de
celda, saltaron fuera. En seguida. el automóvil dio la vuelta y se alejó, mientras se
cerraban automáticamente las puertas traseras.
Walthamstone miró en torno suyo con desasosiego. Las melancólicas casas de
muñecas a ambos lados de la calle parecían esconder sus fachadas detrás de verjas
ensuciadas por los perros, apartando su contemplación de la fila de escombros que
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comenzaba donde ellas terminaban. Más allá de los escombros se levantaba el muro del
Ghetto Gay. Sólo en parte era realmente una pared, el resto estaba constituido por
pequeñas casas viejas sobre las que se había vertido cemento hasta que quedaron
sólidamente unidas.
 ¿Es esto?  preguntó Walthamstone.
 Sí, es esto, Wal. Esto es la libertad. Aquí podemos vivir sin que nadie nos moleste.
El sol de la mañana, un viejo embaucador de dientes hacia afuera, derramaba su oro
fugaz, rompiendo las sombras en aquel inhóspito flanco del Ghetto, de Joburg, del
Paraíso, del monte de los Granujas, de la calle del Misterio o de los Fracasados. Tid se
dirigió hacia allí y, al ver que Walthamstone vacilaba, le agarró de la mano y tiró de él.
 Debería haber escrito a mi vieja tía Flo y a Harry Quilter y decirles lo que voy a
hacer  dijo Walthamstone.
Se encontraba entre la vida pasada y la nueva y, naturalmente, tenía miedo. Aunque
Tid tenía su misma edad, estaba mucho más seguro de sí mismo.
 Ya pensarás en eso más tarde  le dijo Tid.
 Había otros individuos en la nave estelar...
 Como te he dicho, Wal, sólo los novatos se alistan en las naves espaciales. Tengo
un primo, Jack, que firmó para ir a Charon; y allí lo tienes, preso en aquella miserable
bola de billar luchando contra los brasileños. Vamos, Wal.
Y de nuevo le sujetó fuertemente la muñeca.
 Tal vez soy un estúpido. Tal vez lo he mezclado todo en la cárcel  dijo
Walthamstone.
 Eso es lo que se espera de la cárcel.
 Mi pobre tía... Ella ha sido siempre muy cariñosa conmigo.
 No me hagas llorar. Ya sabes que yo también seré cariñoso contigo.
Renunciando al penoso trabajo de explicarse a sí mismo, Walthamstone siguió hacia
delante, conducido como un alma perdida hacia la entrada del averno. Pero la subida a
aquel averno no era fácil. No existían portales abiertos de par en par. Treparon por los
escombros y desperdicios hacia las casas sólidas.
La puerta de una de las casas crujió al abrirse cuando Tid tiró de ella. Una lengua de
luz penetró con ellos, que miraron desconfiadamente el interior. El cemento solidificado
había formado una especie de chimenea con peldaños a un lado. Tid comenzó a trepar
sin dirigir palabra alguna a su amigo. Walthamstone, al no tener otra opción, le siguió.
En la oscuridad, observó la existencia de diminutas cuevas, algunas tan pequeñas
como una boca abierta. Allí había huellas y burbujas, parches y abultamientos, todo
formado por un elemento líquido que había sido inyectado desde arriba para endurecer [ Pobierz caÅ‚ość w formacie PDF ]
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