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horizonte a horizonte. Las olas se hicieron aún más pequeñas. Ransom empezó a respirar con libertad. Pero ahora estaba realmente cansado y empezó a tener el tiempo de ocio necesario como para sentir miedo. Uno de los grandes parches de materia flotante bajaba una ola en forma oblicua a poco más de cien metros. Clavó los ojos en él con ansiedad, preguntándose si podría trepar a uno de ellos para descansar. Tenía la fuerte sospecha de que resultarían simples esteras de hierba flotante o las ramas superiores de bosques submarinos, incapaces de sostenerlo. Pero mientras lo pensaba, el parche en que había fijado los ojos trepó a una ola y se interpuso entre él y el cielo. No era plano. Desde la superficie marrón se alzaba toda una serie de formas plumosas y ondulantes, de altura muy despareja; parecían oscuras contra el difuso resplandor del techo dorado. Después se inclinaron todas en una misma dirección cuando lo que las transportaba se enroscó sobre la cima del agua y se zambulló perdiéndose de vista. Pero allí llegaba otro, a menos de treinta metros y cayendo sobre él. Se lanzó en esa dirección, notando al hacerlo que tenía los brazos débiles y doloridos y sintiendo el primer estremecimiento de verdadero miedo. Al acercarse vio que el objeto flotante terminaba en una orla de sustancia inequívocamente vegetal; remolcaba, en realidad, una falda roja de tubos y libras y ampollas. Trató de agarrarse de ellas y descubrió que no se había acercado bastante. Empezó a nadar desesperadamente, porque el objeto se deslizaba junto a él a unos quince kilómetros por hora. Volvió a intentarlo y aferró un puñado de fibras rojas parecidas a látigos, pero se le deslizaron de la mano, casi cortándolo. Entonces se arrojó en medio de ellas, aferrándose como un loco en línea recta hacia adelante. Durante un segundo se encontró en una espacie de caldo de tubos gorgoteantes y ampollas que estallaban; un momento después las manos agarraron algo más firme, algo como madera muy blanda. Después, casi sin aliento y con una rodilla lastimada, se encontró boca abajo sobre una superficie resistente. Se arrastró unos centímetros más. Sí: ahora no había dudas, uno no se hundía, era algo sobre lo que se podía descansar. Al parecer Ransom debe haberse quedado boca abajo, sin hacer ni pensar nada, durante largo tiempo. En todo caso cuando empezó a observar otra vez los alrededores, estaba bien descansado. Lo primero que descubrió fue que estaba tendido sobre una superficie seca, que al ser examinada resultaba algo muy parecido al brezo, salvo por el color cobrizo. Al escarbar ociosamente con los dedos encontró algo desmenuzable como la tierra seca, pero muy escaso, ya que casi de inmediato llegó a una base de firmes fibras entretejidas. Después rodó sobre la espalda, y al hacerlo descubrió la extrema elasticidad de la superficie sobre la que yacía. Era mucho más flexible que los vegetales como el brezo y transmitía la sensación de que bajo tal vegetación toda la isla flotante era una especie de colchón. Se volvió y miró "tierra adentro" si esa es la palabra correcta y durante un instante vio algo muy parecido a una campiña. Contemplaba un largo valle solitario de suelo cobrizo flanqueado por suaves pendientes cubiertas por una especie de bosque multicolor. Pero cuando aún estaba captando ese paisaje, éste se convirtió en un cerro color cobre con el bosque bajando a cada lado. Naturalmente, Ransom tendría que haber estado preparado para algo así, pero dice que le produjo un choque casi enfermante. Lo que había visto en la primera mirada se había parecido tanto a una verdadera campiña que había olvidado que estaba flotando: una isla si así lo prefieren, con valles y colinas, pero valles y colinas que cambiaban de lugar a cada minuto, de modo que sólo una película cinematográfica habría podido levantar su mapa físico. Y tal es la naturaleza de las islas flotantes de Perelandra. Una fotografía, al omitir los colores y la variación perpetua de la forma, las haría parecer engañosamente semejantes a los paisajes de nuestro mundo, pero la realidad es muy distinta; porque son secas y cargadas de frutos como la tierra pero su única forma es la forma inconstante del agua bajo ellas. Sin embargo resultaba difícil resistir la apariencia de terreno firme. Aunque el cerebro de Ransom ya había captado lo que ocurría, los músculos y nervios aún no lo habían hecho. Se incorporó para dar unos pasos tierra adentro (y colina abajo, según eran las cosas cuando se puso en pie) y se encontró de inmediato lanzado de bruces, ileso gracias a la blandura de la hierba. Gateó para ponerse en pie (vio que ahora tenía que subir una empinada cuesta) y cayó por segunda vez. Un feliz aflojamiento de la tensión en la que había vivido desde la llegada lo relajó en una débil risa. Rodó de aquí para allá sobre la blanda superficie fragante en un verdadero ataque infantil de risitas. El acceso pasó. Y durante las dos o tres horas siguientes trató de aprender a caminar. Era mucho más difícil que mantener las piernas firmes sobre un barco, porque haga lo que haga el mar, la cubierta del barco sigue siendo un plano. Pero aquello era como aprender a caminar sobre el agua misma. Le llevó varias horas alejarse cien metros del borde, o la costa de la isla flotante, y se sintió orgulloso cuando pudo dar cinco pasos sin caerse, con los brazos extendidos, las rodillas dobladas listas para un cambio repentino del equilibrio, todo el cuerpo ladeado y tenso como el de quien está aprendiendo a caminar sobre un alambre. Tal vez hubiera aprendido con más rapidez si las caídas no hubiesen sido tan suaves, si no hubiese sido tan agradable, una vez caído, quedarse inmóvil y contemplar el techo dorado y oír el infinito ruido sedante del agua y aspirar el aroma singularmente delicioso del pasto. Y además era tan extraño, después de rodar dando tumbos en una pequeña cañada, abrir los ojos y encontrarse sentado sobre el pico montañoso central de toda la isla contemplando como Robinson Crusoe el campo y el bosque hasta las costas en toda dirección, que a un hombre le resultaba difícil no demorarse unos minutos... y verse luego retrasado una vez más porque, en el momento mismo en que intentaba ponerse de pie, tanto el valle como la montaña habían sido borrados y la isla entera se había transformado en una planicie. Mucho después alcanzó la región de los bosques. Había un monte bajo de vegetación plumosa, de la altura de los groselleros, coloreado como las anémonas de mar. Encima se alzaban los ejemplares más altos: árboles extraños con troncos como tubos de color gris y púrpura que desplegaban sobre la cabeza de Ransom suntuosos pabellones en los que predominaban el naranja, el plata y el azul. Allí, con la ayuda de los troncos, podía afirmar [ Pobierz caÅ‚ość w formacie PDF ] |