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A pesar de ser un devoto musulmán, el afecto y la preocupa- ción por el amigo que por desgracia había herido trascendían sus sentimientos religiosos, por muy profundamente arraigados que estuviesen. Ante todo, Saladino era el alma de la compasión para con aquellos a quienes amaba. Así como era un implacable enemi- go de la injusticia, el sultán era un príncipe para con los amigos. Belami pasó dos días y dos noches infernales mientras permane- cía en tensión junto a su ahijado gravemente herido, observando las manos sanadoras de Maimónides mientras el gran médico judío recu- rna a todos los recursos que conocía, después de muchos largos años de estudio y de práctica de su arte, para mantener a la muerte a raya. Mientras tanto, el cuerpo sutil de Simon había abandonado su forma física transida de dolor y permanecía momentáneamente en suspenso sobre la escena donde se desarrollaba una gran actividad, en la propia tienda del sultán, en Ramía. Maimónides la había elegido por ser más adecuada para la cruen- ta cirugía de pecho requerida para reparar el daño causado por la lanza de Saladino, que una habitación infecta de la pequeña ciudad de Ramía. El atento médico se dio cuenta de que su paciente había aban- donado temporariamente el cuerpo, y suspiró con alivio porque, como consecuencia de ello, no tendría que administrarle fuertes dosis de soporíferos y analgésicos para disminuir el nivel de dolor en el pecho destrozado de Simon. Por su larga experiencia, Maimónides sabía que aquellas dro- gas, si bien eran beneficiosas para aliviar el dolor, presentaban un problema pues tendían a debilitar la voluntad de vivir del pacien- te. De hecho, había visto a muchos pacientes, seriamente heridos, morir a causa de su abrumadora necesidad de drogas calmantes. Por lo tanto, Maimónides celebró que Simon tuviese la capacidad para abandonar su cuerpo, de modo que él pudiese operar sobre el tejido traumatizado sin tener que correr contra el tiempo, cuando el efecto del soporífero disminuyera, y Simon recobrara la conciencia. Maimónides sabia que de esta manera tenía, por lo menos, la posibilidad de reparar la mayor parte del daño sin debilitar además la resistencia de Simon. Comenzó por limpiar los huesos fracturados y los músculos rasgados que formaban una masa informe de tejido daña- do alrededor de la ancha herida en el costado de su paciente. Mientras tanto, el cuerpo astral que contenía el alma de Simon de Cre~y viajó por el tiempo y el espacio hasta Damasco, donde se dirigió rápidamente al palacio del sultán. En una fracción del tiempo terrenal, la forma espiritual de Simon encontró y entró en el jardín del observatorio donde Abraham-ben-Isaac estudiaba los cielos. Sobre la cabeza del anciano mago, la constelación de Orión, el Cazador, había girado en posición, dominando el cenit. Abraham enseguida se dio cuenta de la presencia de Simon y, por un momento, con un estremecimiento tuvo el temor de que aquella manifestación pudiese indicar la muerte física de su muy amado discipulo. La expresión de Simon disipó rápidamente esa ansiedad, pero el anciano instantáneamente presintió que el cuer- po de su joven amigo debía de estar en algún lugar no demasiado 126 lejano, gravemente herido. Presintió que Simon, una vez más, estaba al cuidado de Maimónides. De inmediato, Abraham se tranquilizó y se sentó en el banco junto al muro del observatorio. Sabia que tenía que con- tribuir a los esfuerzos del gran sanador judío comunicándose men- talmente con él. Al hacerlo, Abraham sintió que una oleada de gratitud y de amor se volcaba de Simon hacia él. Luego, la presencia de su ex discipulo se desvaneció, dejando a su maestro orando en silencio y llorando de gozo pon haber establecido aquel contacto. El siguiente viaje onírico de Simon fue muy breve, a los apo- sentos de Osama, su otro anciano mentor. Allí encontró al gnóstico de noventa años dormitando al calor de dos braseros de carbón. También él se dio cuenta enseguida de la presencia del espíritu de Simon. Osama se removió y se sonrió en sueños, y luego, de pronto, sintió el peligro que corría su amado dis- cípulo. Tal como había hecho Abraham, el mago dejó que sus pode- res curativos se canalizaran a través del abismo de espacio y tiempo, para ayudar a Maimónides en su lucha pon la vida de Simon. Desde Damasco, el cuerpo sutil de Simon transportó ahora a su alma sobre el ancho man y el continente que separaban Tierra Santa de De Cre~y Manor, en Normandía. Allí, el espíritu del joven normando buscó el dormitorio de Bernard de Roubaix, donde su viejo tutor yacía sumido en un sueño ligero en las postreras horas en la tierra. Junto a la cama del caballe- no templario, el hermano Ambrose velaba al moribundo. Por un momento, el viejo monje sintió la presencia sobrenatural de Simon y se estremeció, aunque la noche era opresivamente cálida debajo de la sofocante capa de una tormenta de verano. Sin embar- go, había algo tranquilizador en la atmósfera de la habitación, como si hubiese entrado una oleada de amor. Que es exactamente lo que había ocurrido. Al oir un inesperado grito de alegría de los labios del caballero moribundo, el hermano Ambrose se apresuró a pasar sus consolado- res brazos por los hombros del anciano, que se esforzaba por incor- porarse en la cama. El rostro de Bemard de Roubaix estaba radiante pues veía la bri- llante forma de su pupilo al pie de su lecho de muerte. Su voz vibró con la fuerza de su amor, cuando, por última vez en la tierra, pro- nunció su nombre: -Simon. Pon fin! ¡Es el destino! ¡Inshallah! Después de pronunciar esta última palabra, el Angel Oscuro le envolvió suavemente con sus grandes alas, y Bernard de Roubaix, caballero templario, traspuso el umbral de la muerte hacia la luz que brillaba más allá. Simon se había mantenido fiel a sus queridos tutores y les visitó en su hora final. Era el lazo del amor puro que existía entre ellos lo que lo había hecho posible. Bruscamente, su espíritu se sintió atraído como para regresar en el rápido viaje a su devastado cuerpo físico, que yacía en la mesa de operaciones de Maimónides, en la tienda de Saladino de Ramía. El médico advirtió que su paciente había regresado y que estaba lloran- do. En seguida, llamó la atención de Belami hacia el hecho de que Simon recobraba la conciencia. El veterano, que había pasado los dos últimos días ayudando 127 al médico judío en la larga batalla por la vida de Simon, cogió sua- [ Pobierz caÅ‚ość w formacie PDF ] |